Monje, sacerdote, familia…
¿Cómo saber qué tengo que hacer?
Queremos compartir algunos criterios para el discernimiento:
Primero de todo, conviene considerar la vocación fundamental: la santidad, la comunión con la Trinidad a través de Cristo en su Iglesia. A esto son todos llamados y empezamos a vivirlo con el Bautismo.
En este camino de santidad, son varias las opciones que se nos ofrecen, pero fundamentalmente dos: consagración o matrimonio. En ambos casos, lo que Dios querrá de nosotros es la santidad y, en ello, nuestra felicidad.
Esta felicidad tiene un papel importante en la elección de estado: Dios no va a llamar-nos a la infelicidad, pero, asimismo, no hay que dejarse engañar por promesas ideales de felicidad: la felicidad plena tendrá lugar en la visión beatífica y no antes.
Fijémonos ahora en algunas diferencias entre la vida consagrada (celibato/virginidad) y el matrimonio.
En sentido estricto, vocación se ha reservado a la consagración virginal o celibataria siendo esta una vocación sobrenatural: las razones que mueven a este estado son sobrenaturales, pues la tendencia hacia el otro sexo es natural y contrariarla supone cierta violencia contra la propia naturaleza. En esta línea, la soltería no es una vocación, no hay llamada natural o sobrenatural a la soltería (que, en caso de darse sin haberlo escogido, pues uno debe mirar de vivir entregado al Señor, no se es un fracasado, al final son máximo 100 años y después la eternidad).
Ambos caminos son formas de esponsalidad con Cristo, si bien la castidad perfecta realiza más plenamente dicha vocación cristiana.
El matrimonio es una realidad natural (aparece ya en el Génesis y la reconocemos verdaderamente en múltiples culturas) que, entre cristianos, será elevada a sacramento y hecho camino de santidad con una doble misión: comunicar la vida, colaborar con la creación, procrear y dominar la tierra, llevar el mundo a mayor plenitud.
El cónyuge es, así, una ayuda en este camino de santidad, siendo el matrimonio para el mutuo apoyo. Reflejando por el sacramento la unión de Cristo y su Iglesia a través de la mediación del cónyuge.
El celibato o la virginidad supone una entrega total a Dios, es una vocación sobrenatural, la naturaleza no empuja a ello y es posible por el don de la gracia que Dios concede a quienes se la piden con sinceridad. Supone una entrega del corazón total a Dios, un reservarle a él la intimidad, una vivencia sin la mediación del cónyuge de la esponsalidad con Cristo, aquí de forma sobrenatural.
Antes de seguir, conviene diferenciar celibato y sacerdocio. El sacerdote en la Iglesia Latina debe ser célibe, pero se puede vivir el celibato en otros estados: la elección de estado en el varón no es entre sacerdocio o matrimonio. Puede uno no ser llamado al sacerdocio pero sí a la castidad perfecta.
¿Cómo decidir si tengo que casarme o consagrarme?
Sí, decidir. Porque no consiste en descubrir un secreto en Dios que nos revelará cuál tiene que ser nuestra vocación, no va a venir (salvo algo extraordinario) un ángel a decirnos: “tienes que casarte con Sinforosa Aymerich” o “tienes que entrar en el noviciado de la Compañía de Jesús”. Nuestra libertad juega un papel importante en la elección de estado.
¿Significa que puedo hacer lo que me dé la gana?
Sí y no. Debes escoger libremente y debes querer lo que escojas, con todo, hay que considerar las cosas de forma ordenara.
Perspectiva:
Como hemos dicho, el matrimonio es una vocación natural y, por eso, todo el mundo siente cierta inclinación sensible o emocional hacia él. Ese no es pues, un criterio de discernimiento: si así fuese, nunca habría habido sacerdotes, ni religiosos de ninguna clase.
Orden:
Siendo que hay esa inclinación natural al matrimonio, lo que primero conviene al cristiano es plantear si tiene vocación sobrenatural, si Dios le llama a esta entrega total, a este reservar su intimidad para Él, a este ahondar en la oración con el Esposo, a esta entrega con corazón indiviso.
No hay que descartar el celibato porque sintamos una llamada natural al matrimonio, si fuese así todos descartarían la virginidad. Más bien al contrario, hay que descartar el matrimonio si sentimos esta vocación sobrenatural.
Así, en el proceso de discernimiento, el matrimonio debería escogerse por descarte, sin afirmar que por ello sea malo.
Honestidad:
No hay que jugar con la vocación. Si uno cree que puede tener vocación sobrenatural no debe conceder a sus impulsos naturales. Pueden aparecer mil excusas del estilo de “voy a salir con esta chica para ver si de verdad no tengo vocación al matrimonio”, pero nos engañamos: supondría solo exponerse a mayores movimientos de las tendencias naturales poniendo en riesgo una vocación más perfecta.
Así, si uno se cree llamado al sacerdocio o a otra forma de consagración, debe velar para que su corazón no se incline hacia alguien del sexo opuesto y menos acercársele ante atracción romántica o consentir esos acercamientos. (No significa esto convertirse en un ogro y negar un trato cordial; aunque si fuera necesario se puede ser seco ante insistencias externas o de las propias pasiones).
Vale, entiendo, pero, ¿cómo discierno?
Vamos a distinguir tres modos de que habla San Ignacio en los EE.EE. [175-178]:
El primer modo: “sin dubitar ni poder dubitar”.
El Señor puede mover y atraer la voluntad de forma que se haga evidente y prácticamente indudable lo que Dios quiere de uno. No debe confundirse esta atracción con la genérica atracción natural al matrimonio.
El gusto es importante: sería raro que Dios llamase a algo que produce disgusto, Dios llamará a algo que guste. Debería darse una gracia especialísima y clarísima de Dios para llamar a algo que cause disgusto.
Sobre el tener vocación, en este primer modo puede verse más o menos, algunos reconocerán una llamada a la castidad perfecta sin saber si en el sacerdocio (los varones), en formas de vida religiosa contemplativa o activa, quizá algunos vean claramente el sacerdocio o si la llamada es a vivir en contemplación o acción.
Segundo modo: “por experiencia de consolationes y dessolaciones”.
Ver dónde va poniendo Dios paz y alegría y dónde pone solo aridez, rechazo, sufrimiento… Es importante la honestidad en la mirada para evitar autosugestiones; todos nos conocemos.
Dios comunicará paz y consolación en unos lugares y no en otro. Conviene hacer las cosas con sencillez y dejar que Dios haga. Acostumbrará a ser una guía suave, pero hay que dar tiempo para que estas consolaciones y desolaciones puedan ser significativas, no hay que dejarse llevar por un fervorín o por un momento de acedia.
Tercer modo: Consideraciones en indiferencia.
Ante una santa indiferencia, un “todo me parecería bien”, “a mí me da igual, lo que Dios quiera” y no pareciendo que Dios suscite mociones particulares, conviene pararse para una consideración racional.
Toca examinarse: “¿qué opciones tengo?”, “¿qué dará más gloria a Dios?”, “¿qué camino es más útil para la propia santidad?”.
Considerar con calma y sinceridad lo anterior y escoger libremente buscando el mayor servicio a Dios y a su Iglesia. Y si se yerra el tiro, Dios ya reconducirá según los dos modos anteriores.
¿Y si me equivoco? ¿No podré ser feliz?
La vocación no es descubrir una decisión arbitraria de Dios que dará la felicidad plena en esta vida. Debemos escoger con esta transparencia ante Dios e irá bien. Dios sabe qué escogeremos sin que ello mengue nuestra libertad y, si la elección es realmente inconveniente, ya moverá para apartar de dicho camino. Puede, por ejemplo, causar terror a un seminarista ante el imaginarse recibiendo o administrando determinados sacramentos, puede hacer que la vida en el monasterio se haga insoportable, etc.
Aunque Dios tenga su plan, conviene tomar las decisiones con libertad, tengo que querer verdaderamente lo que escojo. Ante una situación de “no quiero para nada esto, pero creo que es lo que Dios quiere”, opino que lo mejor es considerar antes la libertad de la elección que el plan de Dios: Él, salvo por clarísima y especialísima moción particular, hará que queramos lo que quiere. No nos aboquemos a destinos fatalistas; obsesionarse con el plan de Dios puede llevar a malentenderlo, con consecuencias funestas para la propia vivencia espiritual.
Incluso en situaciones de fracaso grave (ruptura matrimonial, graves sufrimientos en ello, ordenación pero expulsión del estado clerical, etc.) tocará reconocerlas como ocasiones de santidad, quizá no las deseadas a priori, pero al final es nada frente a la vida eterna. Incluso un excomulgado puede salvarse, jamás desesperar y dejar de considerar que el fin último es la visión beatífica con su bienaventuranza eterna, que en este mundo no se dará.
Escoger novio/novia:
Sigamos con un último apartado: supongamos que creemos con buenas razones que la mejor elección para uno mismo es el matrimonio. ¿Qué debo hacer?
Para entregarse hay que poseerse.
Hay tres tipos de amor:
Amor útil: amo a alguien en tanto que me reporta beneficios (por ejemplo, un compañero de estudios con quien comparto apuntes).
Amor deleitable: amo a alguien por el deleite que me produce.
Peligro serio: construir el amor en el noviazgo sobre esto, pues cuando se acabe el deleite “constante” (dificultado por los hijos, obligaciones de vida adulta, gastos de hipotecas y demases) hay el riesgo de que caiga también lo que sostenía la relación.
Amor de benevolencia: se busca el bien del otro y se comprueba en la cruz, en el sufrimiento. Este amor debe incluir los otros dos (no es bueno, pues, casarse con alguien a quien le quiera bien, pero que me cause disgusto; sin deleite en el otro no puede haber amistad).
El amor de benevolencia pide virtud: sin virtud, no cabe una verdadera amistad.
Primero, es necesario conocerse a uno mismo y cuidarse. Tanto en lo físico como en lo anímico: si no soy dueño de mi vida, no podré dar lo que no tengo, no podré entregarme. El cuidado del alma es mucho más importante que el cuidado corporal, pero lo primero que manifestamos es nuestra apariencia y esta a menudo revela sobre lo anímico. También cierto realismo: puede haber vicios arraigados que cuesten de superar por completo; no hay que esperar a ser perfecto para plantearse salir con alguien, el tiempo apremia y trabajaremos hasta que seamos llamados por Dios al juicio particular.
Un par de consejillos más:
No tener miedo al fracaso: Igual que hemos dicho antes, no obsesionarse con si hemos elegido bien o mal y, aunque nos equivoquemos, no es el fin del mundo: miremos de no hacer las cosas mal en el noviazgo y no tendremos que arrepentirnos de nada. No existe una media naranja, hay gente con la que encajamos mejor que con otras, pero hay muchos trenes que coger y no solo uno. No agobiarse.
No tener miedo al fracaso… 2: No habiendo media naranja, es bueno mirar de liberarse de mentiras románticas como la referida, no hay problema en enamorarse de dos chicas o dos chicos, al revés, tanto mejor, más opciones de que alguna salga bien. Asimismo, valentía en dar pasos, puedes ser un terrible autista, pero por lo que sea que no le importe tanto a esa persona y piensa que tú vives 24 horas del día contigo, pero esa otra persona no le va a dedicar horas a considerar si te temblaban las manos cuando te acercabas para saludarla. Valentía en el cortejar, pero nunca jamás jugar con nadie: no dar falsas esperanzas a quien no debe tenerlas, no jugar con una eterna indecisión, no confundir…
Considerar las psicologías masculinas y femeninas que son bien distintas. Ellas en general tardan más en enamorarse y lo hacen menos apasionadamente. A la vez, lo que para un chico puede ser pedir una cita para conocerse mejor puede ser leído por una chica como una casi petición de matrimonio y parecerle una decisión importantísima.
Volviendo sobre el amor deleitable: no hay suficiente con gustar estar con esa otra persona. ¿Cuándo empezar a salir? La intención tiene que ser el considerar si es aquella la persona con quien se va a formar una familia. Hay que valorar elementos racionales, virtudes, defectos, semejanzas y diferencias.
El enamoramiento ciega a menudo completamente la visión de los defectos e, incluso viéndolos, a sobreestimar la posibilidad de que desaparezcan: por ejemplo, si esa persona es infantil, probablemente lo vaya a seguir siendo y tendrás que hacerte cargo.
Las semejanzas tienen que ser en lo más fundamental: la fe, la forma de vida deseada, la vida de piedad, etc.
Las diferencias no pueden ser en lo fundamental y en lo demás, pues pueden o no ser, depende completamente del carácter de cada uno. Hay gente muy similar que encaja a la perfección, gente que sus similitudes terminan haciendo la convivencia imposible, diferencias que pueden resultar complementarias (por ejemplo mujer mandona con chico “abúlico”)… Ahí hay poco a decir, pues depende de cada persona, el mismo ejemplo de “mujer mandona” puede querer un igual en eso o un igual le puede hacer rabiar al no poder imponerse siempre.
Bajar el listón: ninguna persona cumplirá absolutamente tus requisitos. Más bien plantear unos mínimos y todo lo que se le añada, pues tanto mejor. Las imágenes idealizadas pueden ser paralizantes: nada igualará nuestras más altas fantasías. Tu amor platónico puede hacer que nadie te parezca lo suficientemente bueno, algo demasiado luminoso puede cegar.
Nunca hay certeza absoluta, hay al final que confiar en Dios respecto al futuro. No sabes si con quien te casas vivirá 1 o 60 años, si tendrá una enfermedad grave, si en un accidente de tráfico se quedará en silla de ruedas, si la muerte de alguien afectará gravemente su carácter. Una vez elegido estado de forma definitiva, Dios dará las gracias y no debes olvidar que amas al cónyuge en su persona.