martes, 8 de octubre de 2024

Celibato, absurdo y supervivencia sacerdotal

 

No es nuestra lucha contra la sangre y la carne, sino contra los principados, contra las potestades, contra los dominadores de este mundo tenebroso, contra los espíritus del mal, que habitan en los espacios celestes.

                                                                        Efesios 6

Uno de los males de nuestro mundo católico contemporáneo es, probablemente, la inexistencia del celibato (valorado por si mismo) en la mente del católico medio y de este en el discurso de la Iglesia. Algo que dificulta la vivencia del mismo y lleva, en ocasiones, al desaliento en la vida espiritual de muchos consagrados.

Varios episodios de sacerdotes explotando se han sucedido en los últimos meses en mi diócesis, cada uno más triste que el anterior y uno con el que en particular me siento deudor. El caos y desvarío que es este texto nace un poco de ahí.


Hoy contemplamos un error pastoral grave consistente en negar la diferencia entre las vocaciones: la vocación de todo hombre es a la vida sobrenatural, en el bautismo empezamos a partir de esta vida. Así, si bien es cierto que en el matrimonio se da una realidad sobrenatural, la llamada a este no es en sí sobrenatural.

De hecho, la tendencia actual, al menos en la pastoral española, invita a desechar la noción de formas de vidas superiores a otras. El celibato no es una elección que surja espontáneamente de la llamada natural: está, en un ser humano sexuado, llama hacia el otro sexo.

Así, poniendo en igualdad de condiciones el celibato y el matrimonio. Para elegir el celibato hoy hace falta algo más, un premio mejor: el sacerdocio, una determinada forma de vida religiosa… Así, la vocación al celibato desaparece de la cosmovisión de los cristianos. El celibato es una característica del sacerdocio deseado o de algún rasgo particular de otra forma de vida religiosa. Esto es más marcado en lo masculino, que está el sacerdocio, en lo femenino es menos notable al no haber esto, pero sí puede colarse un poco en ciertas formas de vida más “apostólica”. En la mente común el celibato es algo que se impone al sacerdote más que no el sacerdocio algo que solo se da a célibes.

La pastoral, además, promueve esto con su prédica: quizás acomplejados ante un mundo que quizá acusa de puritanos, de reprimidos, de melifluos o de nosequé hay una obsesión por ser mejor que el mundo pero, por lo general, en términos mundanos.

Quizá la figura más importante en lo que es la espiritualidad cristiana (excluyendo lo contenido en la Sagrada Escritura) sea San Antonio Abad, merecedor del título habitual de Magno. Este, a cuantos se acercaban a pedirle consejo les insistía en «creer en el Señor, guardarse de todo pensamiento impuro y de los placeres de la carne, y como está escrito en los Proverbios: No os dejéis seducir por la saciedad del vientre (Cf Pr. 24,15)»[1]. Y, más largo San Atanasio nos decía del mismo Antonio:

«Muchas veces, cuando se ponía a comer con otros monjes, al recordar el alimento espiritual (Cf. 1 Co 10, 3), se excusaba y se alejaba de ellos, sintiéndose avergonzado de que otros le vieran comer. Porque su cuerpo lo necesitaba, comía solo pero muchas veces con sus hermanos. Se avergonzaba, pero sentía confianza por el beneficio que aportaba la conversación. Decía que conviene prestar más atención al alma que al cuerpo, y conceder al cuerpo poco tiempo por su necesidad, y sin embargo dedicar al alma todo el tiempo y buscar el beneficio de ésta, para que ésta no sea arrastrada por los placeres del cuerpo, sino que el cuerpo sea cada vez más esclavo suyo (Cf. 1 Co 9, 27). Estas son, en efecto, las palabras del Salvador: No os preocupéis por vuestra vida, qué comeréis, ni por vuestro cuerpo, con qué os vestiréis. No busquéis qué comer o qué beber, y no os atormentéis, pues las gentes del mundo buscan todo esto. Vuestro Padre sabe que necesitáis todas estas cosas; buscad su Reino y todo esto se os dará por añadidura (Lc 12, 22.29-31; cf. Mt 6, 31-33).» [2]

Hoy, en cambio, parece que lo que hay que predicar a los jóvenes es exactamente lo opuesto: «disfruta de la carne, santifica la discoteca, puedes entregarte a la sensualidad; los placeres son buenos». El placer ciertamente es bueno, pero el hombre tiene la concupiscencia desordenada, está marcado por el pecado original y el culto a la carne ata a la terrenalidad. La espiritualidad católica siempre ha aconsejado el desprecio de lo material, de lo mundano para adquirir lo espiritual, lo celestial. Las citas que hemos dado son suficientemente elocuentes, pero nos permitiremos añadir alguna anécdota:

A un sacerdote le encomendaron una parroquia en que había semanalmente una adoración de “hakuna” (movimiento español que basa su nombre en una frase de el Rey León de Disney), en una de estas oraciones, se puso en el confesionario mientras la multitud cantaba en su concierto y escuchaba la prédica (que muy a menudo es de uno mismos jóvenes). Algunos se acercaban a confesarse y él comentaba, atónito, que aquello de lo que se confesaban era lo mismo que se predicaba: se les animaba a ir a discotecas, a salir de copas, a disfrutar de la vida más que nadie… Y eso terminaba en pecados de la carne. Los libros de susodicho movimiento tienen títulos tales como “santos de carne” o “santos de copas”, culto a lo material que encaja con la mayoría de la demografía de estos grupos: clase bienestante que recibe un mensaje de aprobación de su apego a lo material. Vimos cosas similares en el primer artículo del blog.

No es esto un fenómeno exclusivo de esta realidad, ya por contaminación o ya por razón fundacional, otras realidades terminan de una forma u otra en errores similares, buscando la excitación de emociones, sentimientos y afectos haciendo de ellos la santidad. Moviendo la sensibilidad (carnal) a través de cancioncillas, prédicas a menudo conformistas y convirtiéndose, muy a menudo, en un bar de solteros. Un cura conocido que lleva alguno de estos grupos, sin ningún escrúpulo, llama al suyo “effetinder” reconociendo que eso es lo que la gente busca y encuentra. Así, muchos también lo que quieren es sencillamente un grupo de gente católica con quien amistar, lo cual también es bueno.

Pero el hecho de hacer amigos no es signo de la bondad de la actividad, tampoco es un éxito pastoral del método el que salgan matrimonios. El que un chico se ennovie con una chica es lo natural en un ambiente con chicos y chicas. “Del grupo Z han salido 5 novios este curso”. Pues congratular, pero no es más mérito que el de la naturaleza humana. Se ve la eficacia sobrenatural de algo viendo los frutos sobrenaturales, más difíciles de apreciar a la vista que no los naturales. Un ejemplo de esto podrían ser las vocaciones a la vida consagrada, que escasean, algo completamente normal dado que el negarse a la conyugalidad, al amor filial, a la casa, dinero… Reivindicando el amor a lo natural, aparece el olvido de lo sobrenatural.

Hemos mencionado realidades contemporáneas, pero el problema seguramente viene de más atrás, pero no pudiendo más que especular, evitaré hacerlo no siendo el foco hacer una génesis de ello (que, ciertamente, podría ser útil de cara a encarar el problema). Esto considerando la dicotomía (al menos masculina) de o bien sacerdote o bien casado como anterior a lo contemporáneo.


Respecto al presbiterado, a menudo la oferta es más que el mismo sacerdocio. La cura de almas ha adquirido formas de lo más variopinta y muchas completamente legítimas, pero en ocasiones haría tentador el sacerdocio en tanto que animador juvenil. Aquí pudiéndose disfrazar un anhelo de adolescencia perpetua juventud y actividad. Pocos entrarán sólo con esta perspectiva, pero no puede negarse que sea algo que sea contemplado la decisión de muchos: es tentador la hipótesis de recibir constante “afecto” por parte de jóvenes, de disfrutar de las actividades de pastoral juvenil en una posición central y por más años de lo esperable. Esto se manifiesta en la obsesión que hay en la formación sacerdotal contemporánea por la pastoral (que rarísima vez abarca algo que no sea la juvenil) en detrimento de la formación teológica o espiritual.

Hubo tiempos en que el clero secular existía. Hoy es algo imposible. Obviamente, el clero secular existe, pero el sacerdote diocesano de hace un siglo ya no es una realidad, el sacerdocio casi como un oficio, con una forma muy marcada, con claridad respecto a su tarea parroquial y hasta vecinal, su rol social, etc. Es algo que ya no existe. La sociedad no es ya católica, la estructura de la diócesis ha cambiado notablemente (con algunos pros pero muchos inconvenientes), la feligresía muy a menudo (si existe) tampoco es católica (podríamos preguntar a la salida de un domingo que piensan los fieles del divorcio, por ejemplo), no hay una claridad respecto a lo que debe hacer el párroco en su iglesia, no hay una sociedad sacerdotal, no hay una estructura de cuidado del clero…

En cambio, tenemos a sacerdotes a menudo solos, a menudo frustrados, sin poder realizar sus ideas pastorales, desamparados, sin un rumbo claro respecto a su misión particular, sin reconocimiento, con un clima de sospecha respecto al obispo y su círculo, cargados con tareas a menudo inútiles… Realidades que, a cualquiera, desgastarían y desgastan hasta la explosión del presbítero, que no recibe afectos, que no ve fructificar su trabajo; algunos tienen suerte y tienen una parroquia viva: les pueden mandar a un barrio bien con gente en la parroquia, pueden tener grupos de jóvenes, o de tal tipo de retiros o así; en ello, el presbítero lleva una vida “fácil”, agradable, sin riesgos.

Con todo, esa situación es solo una solución temporal, no arregla el problema de fondo, solo lo pospone, no lleva a la vivencia del celibato, da consuelos temporales. Puede, además, pasar y conllevar un golpe mayor: cuanto más alto, más dura será la caída.


Toca enfrentar lo que es el celibato y solo hay una forma de vivirlo. La situación presente de desolación espiritual exige aún más a los sacerdotes una vivencia radical de su celibato. Las inclemencias del mundo pueden golpear hoy más que nunca a los sacerdotes y retirado Cristo de la polis, las murallas de esta se abren al diablo, que busca golpear al sacerdote de manera particular.

¿Qué es esta vivencia radical? La dependencia única del célibe en la oración, vivir de Jesucristo y nada más. Fácil de escribir aquí en estas líneas. El celibato busca vivir ya como en el cielo, viviendo la esponsalidad directamente con Cristo, dependiendo de él.

El célibe no tiene esposa o hijos, no recibe de ahí el afecto, debe encontrarlo únicamente en lo sobrenatural, pues es el único que le da garantías. Es cierto que para todos debe ser así, se debe depender solo de Dios, pero el matrimonio quiere ser una ayuda en esta tierra para llegar al cielo dada la limitación humana, dada la carnalidad, la sensibilidad. Si bien uno puede perder a su cónyuge e hijos, lo ordinario es que no sea así y el matrimonio no está pensado para su fracaso (que puede abocar a un celibato involuntario).

Siendo sobrenatural el lugar del consuelo del célibe, debe este procurarse una intensísima vida de oración. El célibe, y más hoy, debería ser capaz de ser un monje, de ser un ermitaño. Un obispo no debería ordenar a un seminarista hasta que este pudiese vivir como un monje por el resto de su vida, de modo que pudiera resistir, así, los embates de la vida no necesitando nada más que lo que ya le ha sido dado: al Esposo. Si necesita de la atención de los fieles, si necesita determinada actividad pastoral, si necesita cualquier cosa caduca no está preparado para el celibato y no hay garantías de supervivencia. «Quien esté de pie, que mire de no caer»: no tener crisis no significa estar bien, tocaría a un célibe examinar constantemente donde está su corazón y trabajar para que no esté en otra cosa que su cónyuge, que es un Dios celoso.

Recientemente ha salido un artículo en determinado blog en que informaba de una casa para sacerdotes en situaciones complicadas, con depresión o similar. Decía que lo primero que hacían al llegar era decirles que no celebraran la misa diaria ni que rezaran el oficio divino. Puede que el artículo no sea exacto, pero si esto es así, en mi opinión, es lo peor que se puede hacer a un célibe: separarlo de lo único que da sentido a su vida, que es la vida sobrenatural que les entrega el más bello de todos los hombres, Jesucristo, invitando a la cena nupcial del Cordero.

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[1] San ATANASIO, Vida de Antonio, 55, 2. [2] Ibid, 45.

jueves, 27 de junio de 2024

La diócesis o utopía


La diócesis o utopía
La primera parte del texto divago un poco para mostrar, en el fondo, la inutilidad de la segunda parte del texto, en que suelto cuatro pensamientos. Cada uno que saque de este artículo lo que quiera o pueda. Es probablemente el más flojillo hasta la fecha y solo desvarío sin ir demasiado a ninguna parte.


Introducción

Hablábamos en los últimos mensajes acerca de la necesidad de una cultura paralela a la imperante, de formar colonias católicas sin que necesariamente estas tuviesen que significar una separación geográfica, algo a lo que yo personalmente tampoco me opondría. Al final del artículo señalaba el principal elemento que imposibilitaba el hecho: la falta de unidad en la Iglesia.


Y es que hoy uno puede ir a misa y encontrarse predicando a un cura que dice que Jesús no hizo milagros, que son meras parábolas. Y no pasa nada. Puede ir a una parroquia donde saben todos que tal cura vive con su mujer. Y no pasa nada. Puede otro rebuscar en diócesis enteras sin encontrar un sacerdote que le de la comunión en la boca. Y no pasa nada. En cambio, sí se puede ver como por el otro lado, en general la manga no es tan ancha.

Pese a las tentaciones que me surgen, no centraré el tema en lo que podría seguirse del anterior punto, que querrá ser meramente constitutivo. Son algunos ejemplos cotidianos de falta de fe católica en muchos presbíteros y de tolerancia general del episcopado; ejemplos cotidianos que se podrían añadir de otros de mayor envergadura yendo a hablar de obispos, cardenales y demases, pero no es este el propósito del artículo. Se quiere constatar que el panorama está desolado, por más que haya pequeños brotes, el conjunto es de gran devastación.


Y no hablamos, de nuevo, de la devastación en sí misma, que es la que debe movernos a desear y pedir las vivificantes aguas del Espíritu Santo. Si no de qué se puede hacer para preparar canales para la gracia, que se nos da como se ha dado siempre en los sacramentos (pudiendo Dios y pidiéndole nosotros, además, extraordinarias gracias particulares). Tenemos el clero dividido incluso entre los “buenos”. Sin pretensión de considerarlas categorías estancas, podemos reconocer clero tradiloco, clero tradicional, clero ecléctico, clero neocón, clero carismático y, luego, varias degradaciones más en la abismal escalera del progresismo, teniendo ahí muchos sacerdotes manifiestamente heréticos (y hasta alguno agnóstico).

Supongo que siempre habrá habido más o menos tendencias distintas dentro de la Iglesia, pero sí que creo que nunca tan acentuadas como en la modernidad: una Iglesia a contracorriente del mundo genera estas tensiones. Entiéndase bien mundo, pues en cierto sentido el mundo es siempre enemigo de la fe, hablamos aquí del derrumbamiento de la Cristiandad y, progresivamente, de lo que esta había construido.


Si bien hay algo cierto, que es que, como muchos señalan, la solución a parte del problema vendrá dada por la biología, y pienso con ello en la muerte y esta natural (conviene refrenar tentaciones de otras formas de la misma), no deja de ser cierto que el problema muchos mueren matando. Que dentro de 20 años el peor progresismo haya descendido en un 60% no quita que durante estos 20 años seguirán dañando y estropeando a gran parte del neoconismo y llevando a otros a la reacción tradiloca.

El tema es: hay un trabajo urgente por hacer y es imposible realizarlo. Dos curas más o menos buenos en una misma parroquia tienen líneas de trabajo distintas y a menudo contradictorias. Si no hay unidad en la fe, no puede haberla en la pastoral y hace, además, algo más que el compartir la fe: hay toda una lista de temas prudenciales donde parece gobernar la irracionalidad. No porque las elecciones de muchos sean irracionales (que también) sino porque, en el mejor de los casos, se opera desde un paradigma liberal que, escondiéndose bajo el sacrosanto vocablo de “carisma”, protege todo como opción legítima: montamos una adoración con luces de discoteca, un foco pegado a la custodia y pegamos berridos mientras de fondo tocan el cajón gitano y la guitarra eléctrica, ese es nuestro carisma (y aquí hablo de algo tristemente “neocon”, no progresista); en esta misma lógica, el que quiere introducir gregoriano (de acuerdo a Sacrosantum Concilium 6 o a la Instrucción General del Misal Romano en su punto 41) se verá como un capricho irracional. ¿Irracional en qué sentido? En que son carismas distintos y que no hay razón alguna para alabar uno o criticar el otro, cada uno es distinto y todo igualmente legítimo, irracional, pues, en tanto que no pueden aducirse razones de ninguna clase. Y he hablado hace un rato de que esto sería el mejor de los casos, pues a menudo quien proponga lo segundo será mirado con desdén, pues al final sí hay un criterio con el que muchos quieren juzgar, que es un selectivo supuesto éxito pastoral (con exitosos pescadores en pecera o majaretas en perpetua adolescencia).



Divagaciones utópicas

Habiéndome extendido demasiado en lo anterior, volvemos al tema que atañe. Hablando con algún sacerdote amigo él planteaba de la necesidad de un lugar estable en el que realizar la labor pastoral en un santuario con sacerdotes de su misma cuerda, estando abocado el trabajo conjunto con sacerdotes de distinto pelaje a un gasto inútil de fuerzas por ambas partes, además de la inestabilidad que supone el actual sistema de nombramientos episcopales, donde en cualquier momento y sin ninguna razón un sacerdote puede ser trasladado de una parroquia a otra.


Concuerdo en la conveniencia de ello: si desde una diócesis quieren montarse equipos de sacerdotes, algo primordial es que se los agrupe de acuerdo a las sensibilidades de los mismos, si realmente la diócesis tiene interés en el bien de sus sacerdotes y de las almas. 


Con todo, la necesidad de comunidad eclesial creo que, en el marco utópico que se pretende desarrollar un poco, dista mucho de lo que planteaba el sacerdote, sin ser una crítica, creo que él convendría en que se trata de un remedio de tipo práctico ante la presente situación y quizá también en lo que quiero plantear como utópico.


Hablábamos en el artículo Trento, cultura y Marsella de la imperiosa necesidad de crear cultura cristiana, comunidad católica, que se reconozca como pueblo de Dios en medio de un pueblo de gentiles, que se apoye entre ellos, que el trato de unos con otros sea de familia, de predilección, que la Iglesia sea su hogar… Y eso debería darse, no ya en una parroquia, sino en la diócesis, en el que todo fiel debería verse insertado, miembro de la misma.

Hace no tanto la sociedad entera era esta comunidad católica, no siéndolo ya, ha desaparecido con ella la comunidad católica, refugiándose, por incomparecencia, en movimientos eclesiales, a menudos marcados por un exclusivismo lejano a lo que debería ser propio de los cristianos, algo en gran medida ligado a la noción de “carisma”.



En la actualidad, el obispo no tiene un rol significativo en la vida de la mayoría de cristianos, al menos en nuestra realidad más cercana. Si un fiel laico lee hoy, por ejemplo, las epístolas de San Ignacio de Antioquía, gran parte de las mismas le resultarán superfluas, ¿por qué habla tanto del obispo si este no pinta nada en mi vida? Aunque quisiera uno aplicarse lo que enseñan las cartas, no tendría ningún lugar en que hacerlo.

«¡Han cambiado los tiempos!» No tanto. La situación actual no dista tanto de la de los siglos previos al Edicto de Milán, el cristianismo, al menos vivido con una mínima seriedad. El cristianismo hoy es algo marginal, sin fuerza social, lo propio parece fortalecerlo y, al menos en la ciudad, no parece difícil realizar lo propio: unir a los fieles en torno a la imagen de Cristo en la diócesis: el obispo.


La iglesia es una y la comunión visible de la misma se realiza a través de la jerarquía, a través del obispo, comparado a veces con el mismo Dios Padre (por san Ignacio). Ha desaparecido su figura del imaginario colectivo, entendiendo el sacerdocio diocesano como lo fundamental y el obispo casi relegado a una mera gestión del clero del lugar. Asimismo, el sacerdote a menudo se concibe actualmente como dispensador de sacramentos sin referencia a la comunión de la Iglesia y la “comunidad” la refieren a menudo a la propia parroquia.

En la antigüedad, en cambio, si algo costaba de entender, más que el episcopado (como sucede hoy) era el presbiterado. De hecho, vemos a menudo en martirios o en epístolas como las referidas dar más importancia al diaconado que al presbiterado. No pretendemos aquí negar la diferencia sacramental ni superioridad del presbiterado, pero sí considerar algunos elementos olvidados.


El diácono era el ayudante directo del obispo y, teóricamente, aún lo es hoy. Se pone directamente a su servicio para realizar distintas tareas que escapan de las posibilidades reales del obispo, en cierto modo, estos constituían la “curia” episcopal y estaban a su lado con frecuencia. No es raro, pues, ver martirios de obispos con sus diáconos (en nuestras tierras, vemos a San Fructuoso con los santos Augurio y Eulogio), o estos con especiales tareas (San Lorenzo, por ejemplo), así como diáconos sucediendo al obispo al que servían (por ejemplo, San Atanasio).

Hoy, en cambio, vemos que los diáconos permanentes son en el mejor caso varones cercanos a la edad de jubilación que quieren servir a la Iglesia, sobre los peores casos, creo mejor reservar el propio juicio. Así, su servicio en la mayoría de casos se limita a ser un mero “monaguillo” en la propia parroquia al que de vez en cuando se le deja predicar.

Si los diáconos eran los más próximos al obispo, tenemos por otro lado a los presbíteros, cuya tarea principal consistía en llevar los sacramentos a los lugares en que el obispo no podía llegar: afueras de la ciudad, pueblos cercanos, etc. De nuevo, hoy lo que vemos es que a menudo se manda a los diáconos a hacer “ceremonias de la palabra” a los lugares en que no llegan los presbíteros. Son entendidos, por lo general, como “subcuras” y los curas son a menudo tratados como diáconos (dándoles cargos como secretario del obispo, encargado de liturgia, etc.) dada la escasa formación de los diáconos.


A dónde quiero llegar con esto es a la centralidad del obispo en la diócesis: los diáconos sirviendo en torno al obispo y los presbíteros llegando al resto. Signo de esta unidad es el gesto de la conmixtión en la liturgia eucarística: un fragmento de la Hostia consagrada se echa en el cáliz con la Sangre de Cristo. Este fragmento era signo de comunión con el obispo y se entregaba a los sacerdotes que, dada su tarea pastoral, no podían asistir a la misa dominical con el obispo, comulgando ellos del mismo pan con el que lo hacían en la catedral y significando, así la unión de aquella liturgia parroquial con la catedralicia.


Uno puede decir que la unidad entre los cristianos de un lugar puede realizarse al márgen de estos arqueologismos, quizá tengan razón. Con todo, tenemos algo que funcionó y que, además, es coherente con nuestra teología. ¿Por qué desecharlo? «No parece tener particular sentido práctico», pero el sentido práctico no es el de debe imperar, el simbólico juega un papel enorme en la vida de los hombres y, además, en lo sacramental el signo realiza realmente lo significado.


No vengo con una fórmula mágica ni pretendo una revolución que no se dará, además de hablar de algo utópico (por ello la introducción inicial). Sí algunas notas de pensamientos en torno a esto.


Lo primero, es que el mismo obispo y su clero se lo crea, que el obispo esté formado y ejerza el magisterio ordinario como le corresponde. Con obispos políticos o gestores es algo complicado. Uno de los más grandes problemas de la actualidad es que la mayoría de obispos no tienen ni idea de aquello que son, creo este uno de los problemas más graves, estropeando su misión.

Dicho lo cual, ejerciendo el obispo como lo que es, conviene hacer ver a los fieles la idea de la misa solemne de la catedral (con el obispo, por supuesto) el lugar más importante: «la misa dominical es lo más importante de la semana», sí, y añadir «la misa dominical del obispo es lo más importante de la semana»; en las misas parroquiales hacer referencia al magisterio del obispo e invitar a ir a la celebraciones importantes diocesanas. Quizá todavía somos demasiados para concentrar a todos los fieles de la ciudad en la catedral, pero también sería algo que se podría intentar (y, si hace falta, se regalan caramelos a los niños al final de la liturgia para alegrarles un poco); obviamente habría que quemar los bancos.



En esta línea, también evitar pisotear a la catedral en sus actos. Pienso, por ejemplo, en la fiesta de Corpus Christi, por compromisos, estos dos últimos años he tenido que ir a la procesión de una parroquia por la tarde imposibilitando ir a la de la catedral, viendo como una sencillísima solución a este problema que desde el obispado de obligase a las parroquias a hacerla el domingo por la mañana para juntarse el mayor número posible de fieles en la procesión de la tarde con el obispo.

Uno lee en ocasiones sermones de Padres de la Iglesia y piensa cosas como: ¿el Crisóstomo hacía homilías de 30 minutos sobre cuatro versículos de la epístola a los Hebreos? Quizá me equivoco, pero tengo entendido que no era así. Por la mañana tenía lugar la liturgia catedralicia y, por las tardes, una catequesis del obispo, que es donde encajan esas largas homilías de textos específicos de los Padres. Así, quiero recuperar el testimonio de algo que hacía el venerable Shenouda III, patriarca de los coptos (cismáticos miafisitas), que era todos los domingos por la tarde hacer eso mismo: una catequesis para sus fieles, que consistía en un primer sermón y luego los laicos podían hacerle preguntas. Creo que este es un recurso muy fácil y, si bien es verdad que en la Constantinopla de San Juan Crisóstomo no tenían Netflix o las películas del oeste en la televisión, creo que no es algo tan descabellado de implementar. Estas catequesis, además, podrían terminar con el rezo de vísperas y unirse al culto catedralicio, si no se ha podido directamente en la misa, al menos en la oración del Oficio.

En definitiva, dejar bien claro en la mente del fiel que la fuente de donde nace toda la vida de la Iglesia es la catedral con su obispo. Algo que puede hacerse de mil maneras distintas atendiendo a las necesidades de cada lugar.


«¡No quiero complicarme la vida, no quiero unirme al obispo, los findes me voy a esquiar y voy a misa cuando vuelvo el domingo a las 20:30 con el padre Speedy Gonzales!». De acuerdo, ¿qué es para ud. lo más importante que sucede el domingo? Sus hijos aprenderán sin duda a esquiar, pero no a unirse a la Iglesia Católica en su culto a Dios.

 

miércoles, 28 de febrero de 2024

Elección de estado


Monje, sacerdote, familia…

¿Cómo saber qué tengo que hacer?


Queremos compartir algunos criterios para el discernimiento:


Primero de todo, conviene considerar la vocación fundamental: la santidad, la comunión con la Trinidad a través de Cristo en su Iglesia. A esto son todos llamados y empezamos a vivirlo con el Bautismo.


En este camino de santidad, son varias las opciones que se nos ofrecen, pero fundamentalmente dos: consagración o matrimonio. En ambos casos, lo que Dios querrá de nosotros es la santidad y, en ello, nuestra felicidad.


Esta felicidad tiene un papel importante en la elección de estado: Dios no va a llamar-nos a la infelicidad, pero, asimismo, no hay que dejarse engañar por promesas ideales de felicidad: la felicidad plena tendrá lugar en la visión beatífica y no antes.


Fijémonos ahora en algunas diferencias entre la vida consagrada (celibato/virginidad) y el matrimonio.

En sentido estricto, vocación se ha reservado a la consagración virginal o celibataria siendo esta una vocación sobrenatural: las razones que mueven a este estado son sobrenaturales, pues la tendencia hacia el otro sexo es natural y contrariarla supone cierta violencia contra la propia naturaleza. En esta línea, la soltería no es una vocación, no hay llamada natural o sobrenatural a la soltería (que, en caso de darse sin haberlo escogido, pues uno debe mirar de vivir entregado al Señor, no se es un fracasado, al final son máximo 100 años y después la eternidad).

Ambos caminos son formas de esponsalidad con Cristo, si bien la castidad perfecta realiza más plenamente dicha vocación cristiana.

El matrimonio es una realidad natural (aparece ya en el Génesis y la reconocemos verdaderamente en múltiples culturas) que, entre cristianos, será elevada a sacramento y hecho camino de santidad con una doble misión: comunicar la vida, colaborar con la creación, procrear y dominar la tierra, llevar el mundo a mayor plenitud.

El cónyuge es, así, una ayuda en este camino de santidad, siendo el matrimonio para el mutuo apoyo. Reflejando por el sacramento la unión de Cristo y su Iglesia a través de la mediación del cónyuge.

El celibato o la virginidad supone una entrega total a Dios, es una vocación sobrenatural, la naturaleza no empuja a ello y es posible por el don de la gracia que Dios concede a quienes se la piden con sinceridad. Supone una entrega del corazón total a Dios, un reservarle a él la intimidad, una vivencia sin la mediación del cónyuge de la esponsalidad con Cristo, aquí de forma sobrenatural.

Antes de seguir, conviene diferenciar celibato y sacerdocio. El sacerdote en la Iglesia Latina debe ser célibe, pero se puede vivir el celibato en otros estados: la elección de estado en el varón no es entre sacerdocio o matrimonio. Puede uno no ser llamado al sacerdocio pero sí a la castidad perfecta.



¿Cómo decidir si tengo que casarme o consagrarme?

Sí, decidir. Porque no consiste en descubrir un secreto en Dios que nos revelará cuál tiene que ser nuestra vocación, no va a venir (salvo algo extraordinario) un ángel a decirnos: “tienes que casarte con Sinforosa Aymerich” o “tienes que entrar en el noviciado de la Compañía de Jesús”. Nuestra libertad juega un papel importante en la elección de estado.


¿Significa que puedo hacer lo que me dé la gana?

Sí y no. Debes escoger libremente y debes querer lo que escojas, con todo, hay que considerar las cosas de forma ordenara.


  1. Perspectiva:

Como hemos dicho, el matrimonio es una vocación natural y, por eso, todo el mundo siente cierta inclinación sensible o emocional hacia él. Ese no es pues, un criterio de discernimiento: si así fuese, nunca habría habido sacerdotes, ni religiosos de ninguna clase.

  1. Orden:

Siendo que hay esa inclinación natural al matrimonio, lo que primero conviene al cristiano es plantear si tiene vocación sobrenatural, si Dios le llama a esta entrega total, a este reservar su intimidad para Él, a este ahondar en la oración con el Esposo, a esta entrega con corazón indiviso.

No hay que descartar el celibato porque sintamos una llamada natural al matrimonio, si fuese así todos descartarían la virginidad. Más bien al contrario, hay que descartar el matrimonio si sentimos esta vocación sobrenatural.

Así, en el proceso de discernimiento, el matrimonio debería escogerse por descarte, sin afirmar que por ello sea malo.

  1. Honestidad:

No hay que jugar con la vocación. Si uno cree que puede tener vocación sobrenatural no debe conceder a sus impulsos naturales. Pueden aparecer mil excusas del estilo de “voy a salir con esta chica para ver si de verdad no tengo vocación al matrimonio”, pero nos engañamos: supondría solo exponerse a mayores movimientos de las tendencias naturales poniendo en riesgo una vocación más perfecta.

Así, si uno se cree llamado al sacerdocio o a otra forma de consagración, debe velar para que su corazón no se incline hacia alguien del sexo opuesto y menos acercársele ante atracción romántica o consentir esos acercamientos. (No significa esto convertirse en un ogro y negar un trato cordial; aunque si fuera necesario se puede ser seco ante insistencias externas o de las propias pasiones).


Vale, entiendo, pero, ¿cómo discierno?

Vamos a distinguir tres modos de que habla San Ignacio en los EE.EE. [175-178]:

  1. El primer modo: “sin dubitar ni poder dubitar”.

El Señor puede mover y atraer la voluntad de forma que se haga evidente y prácticamente indudable lo que Dios quiere de uno. No debe confundirse esta atracción con la genérica atracción natural al matrimonio.

El gusto es importante: sería raro que Dios llamase a algo que produce disgusto, Dios llamará a algo que guste. Debería darse una gracia especialísima y clarísima de Dios para llamar a algo que cause disgusto.

Sobre el tener vocación, en este primer modo puede verse más o menos, algunos reconocerán una llamada a la castidad perfecta sin saber si en el sacerdocio (los varones), en formas de vida religiosa contemplativa o activa, quizá algunos vean claramente el sacerdocio o si la llamada es a vivir en contemplación o acción.

  1. Segundo modo: “por experiencia de consolationes y dessolaciones”.

Ver dónde va poniendo Dios paz y alegría y dónde pone solo aridez, rechazo, sufrimiento… Es importante la honestidad en la mirada para evitar autosugestiones; todos nos conocemos.

Dios comunicará paz y consolación en unos lugares y no en otro. Conviene hacer las cosas con sencillez y dejar que Dios haga. Acostumbrará a ser una guía suave, pero hay que dar tiempo para que estas consolaciones y desolaciones puedan ser significativas, no hay que dejarse llevar por un fervorín o por un momento de acedia.

  1. Tercer modo: Consideraciones en indiferencia.

Ante una santa indiferencia, un “todo me parecería bien”, “a mí me da igual, lo que Dios quiera” y no pareciendo que Dios suscite mociones particulares, conviene pararse para una consideración racional.

Toca examinarse: “¿qué opciones tengo?”, “¿qué dará más gloria a Dios?”, “¿qué camino es más útil para la propia santidad?”.

Considerar con calma y sinceridad lo anterior y escoger libremente buscando el mayor servicio a Dios y a su Iglesia. Y si se yerra el tiro, Dios ya reconducirá según los dos modos anteriores.



¿Y si me equivoco? ¿No podré ser feliz?

La vocación no es descubrir una decisión arbitraria de Dios que dará la felicidad plena en esta vida. Debemos escoger con esta transparencia ante Dios e irá bien. Dios sabe qué escogeremos sin que ello mengue nuestra libertad y, si la elección es realmente inconveniente, ya moverá para apartar de dicho camino. Puede, por ejemplo, causar terror a un seminarista ante el imaginarse recibiendo o administrando determinados sacramentos, puede hacer que la vida en el monasterio se haga insoportable, etc.

Aunque Dios tenga su plan, conviene tomar las decisiones con libertad, tengo que querer verdaderamente lo que escojo. Ante una situación de “no quiero para nada esto, pero creo que es lo que Dios quiere”, opino que lo mejor es considerar antes la libertad de la elección que el plan de Dios: Él, salvo por clarísima y especialísima moción particular, hará que queramos lo que quiere. No nos aboquemos a destinos fatalistas; obsesionarse con el plan de Dios puede llevar a malentenderlo, con consecuencias funestas para la propia vivencia espiritual.

Incluso en situaciones de fracaso grave (ruptura matrimonial, graves sufrimientos en ello, ordenación pero expulsión del estado clerical, etc.) tocará reconocerlas como ocasiones de santidad, quizá no las deseadas a priori, pero al final es nada frente a la vida eterna. Incluso un excomulgado puede salvarse, jamás desesperar y dejar de considerar que el fin último es la visión beatífica con su bienaventuranza eterna, que en este mundo no se dará.



Escoger novio/novia:

Sigamos con un último apartado: supongamos que creemos con buenas razones que la mejor elección para uno mismo es el matrimonio. ¿Qué debo hacer?

  1. Para entregarse hay que poseerse.

Hay tres tipos de amor:

  1. Amor útil: amo a alguien en tanto que me reporta beneficios (por ejemplo, un compañero de estudios con quien comparto apuntes).

  2. Amor deleitable: amo a alguien por el deleite que me produce.

    1. Peligro serio: construir el amor en el noviazgo sobre esto, pues cuando se acabe el deleite “constante” (dificultado por los hijos, obligaciones de vida adulta, gastos de hipotecas y demases) hay el riesgo de que caiga también lo que sostenía la relación.

  3. Amor de benevolencia: se busca el bien del otro y se comprueba en la cruz, en el sufrimiento. Este amor debe incluir los otros dos (no es bueno, pues, casarse con alguien a quien le quiera bien, pero que me cause disgusto; sin deleite en el otro no puede haber amistad).

El amor de benevolencia pide virtud: sin virtud, no cabe una verdadera amistad.

Primero, es necesario conocerse a uno mismo y cuidarse. Tanto en lo físico como en lo anímico: si no soy dueño de mi vida, no podré dar lo que no tengo, no podré entregarme. El cuidado del alma es mucho más importante que el cuidado corporal, pero lo primero que manifestamos es nuestra apariencia y esta a menudo revela sobre lo anímico. También cierto realismo: puede haber vicios arraigados que cuesten de superar por completo; no hay que esperar a ser perfecto para plantearse salir con alguien, el tiempo apremia y trabajaremos hasta que seamos llamados por Dios al juicio particular.


Un par de consejillos más:

  1. No tener miedo al fracaso: Igual que hemos dicho antes, no obsesionarse con si hemos elegido bien o mal y, aunque nos equivoquemos, no es el fin del mundo: miremos de no hacer las cosas mal en el noviazgo y no tendremos que arrepentirnos de nada. No existe una media naranja, hay gente con la que encajamos mejor que con otras, pero hay muchos trenes que coger y no solo uno. No agobiarse.

  2. No tener miedo al fracaso… 2: No habiendo media naranja, es bueno mirar de liberarse de mentiras románticas como la referida, no hay problema en enamorarse de dos chicas o dos chicos, al revés, tanto mejor, más opciones de que alguna salga bien. Asimismo, valentía en dar pasos, puedes ser un terrible autista, pero por lo que sea que no le importe tanto a esa persona y piensa que tú vives 24 horas del día contigo, pero esa otra persona no le va a dedicar horas a considerar si te temblaban las manos cuando te acercabas para saludarla. Valentía en el cortejar, pero nunca jamás jugar con nadie: no dar falsas esperanzas a quien no debe tenerlas, no jugar con una eterna indecisión, no confundir…

  3. Considerar las psicologías masculinas y femeninas que son bien distintas. Ellas en general tardan más en enamorarse y lo hacen menos apasionadamente. A la vez, lo que para un chico puede ser pedir una cita para conocerse mejor puede ser leído por una chica como una casi petición de matrimonio y parecerle una decisión importantísima.

  4. Volviendo sobre el amor deleitable: no hay suficiente con gustar estar con esa otra persona. ¿Cuándo empezar a salir? La intención tiene que ser el considerar si es aquella la persona con quien se va a formar una familia. Hay que valorar elementos racionales, virtudes, defectos, semejanzas y diferencias.

    1. El enamoramiento ciega a menudo completamente la visión de los defectos e, incluso viéndolos, a sobreestimar la posibilidad de que desaparezcan: por ejemplo, si esa persona es infantil, probablemente lo vaya a seguir siendo y tendrás que hacerte cargo.

    2. Las semejanzas tienen que ser en lo más fundamental: la fe, la forma de vida deseada, la vida de piedad, etc.

    3. Las diferencias no pueden ser en lo fundamental y en lo demás, pues pueden o no ser, depende completamente del carácter de cada uno. Hay gente muy similar que encaja a la perfección, gente que sus similitudes terminan haciendo la convivencia imposible, diferencias que pueden resultar complementarias (por ejemplo mujer mandona con chico “abúlico”)… Ahí hay poco a decir, pues depende de cada persona, el mismo ejemplo de “mujer mandona” puede querer un igual en eso o un igual le puede hacer rabiar al no poder imponerse siempre.

  5. Bajar el listón: ninguna persona cumplirá absolutamente tus requisitos. Más bien plantear unos mínimos y todo lo que se le añada, pues tanto mejor. Las imágenes idealizadas pueden ser paralizantes: nada igualará nuestras más altas fantasías. Tu amor platónico puede hacer que nadie te parezca lo suficientemente bueno, algo demasiado luminoso puede cegar.

  6. Nunca hay certeza absoluta, hay al final que confiar en Dios respecto al futuro. No sabes si con quien te casas vivirá 1 o 60 años, si tendrá una enfermedad grave, si en un accidente de tráfico se quedará en silla de ruedas, si la muerte de alguien afectará gravemente su carácter. Una vez elegido estado de forma definitiva, Dios dará las gracias y no debes olvidar que amas al cónyuge en su persona.