No es nuestra lucha contra la sangre y la carne, sino contra los principados, contra las potestades, contra los dominadores de este mundo tenebroso, contra los espíritus del mal, que habitan en los espacios celestes.
Efesios 6
Uno de los males de nuestro mundo católico contemporáneo es, probablemente, la inexistencia del celibato (valorado por si mismo) en la mente del católico medio y de este en el discurso de la Iglesia. Algo que dificulta la vivencia del mismo y lleva, en ocasiones, al desaliento en la vida espiritual de muchos consagrados.
Varios episodios de sacerdotes explotando se han sucedido en los últimos meses en mi diócesis, cada uno más triste que el anterior y uno con el que en particular me siento deudor. El caos y desvarío que es este texto nace un poco de ahí.
Hoy contemplamos un error pastoral grave consistente en negar la diferencia entre las vocaciones: la vocación de todo hombre es a la vida sobrenatural, en el bautismo empezamos a partir de esta vida. Así, si bien es cierto que en el matrimonio se da una realidad sobrenatural, la llamada a este no es en sí sobrenatural.
De hecho, la tendencia actual, al menos en la pastoral española, invita a desechar la noción de formas de vidas superiores a otras. El celibato no es una elección que surja espontáneamente de la llamada natural: está, en un ser humano sexuado, llama hacia el otro sexo.
Así, poniendo en igualdad de condiciones el celibato y el matrimonio. Para elegir el celibato hoy hace falta algo más, un premio mejor: el sacerdocio, una determinada forma de vida religiosa… Así, la vocación al celibato desaparece de la cosmovisión de los cristianos. El celibato es una característica del sacerdocio deseado o de algún rasgo particular de otra forma de vida religiosa. Esto es más marcado en lo masculino, que está el sacerdocio, en lo femenino es menos notable al no haber esto, pero sí puede colarse un poco en ciertas formas de vida más “apostólica”. En la mente común el celibato es algo que se impone al sacerdote más que no el sacerdocio algo que solo se da a célibes.
La pastoral, además, promueve esto con su prédica: quizás acomplejados ante un mundo que quizá acusa de puritanos, de reprimidos, de melifluos o de nosequé hay una obsesión por ser mejor que el mundo pero, por lo general, en términos mundanos.
Quizá la figura más importante en lo que es la espiritualidad cristiana (excluyendo lo contenido en la Sagrada Escritura) sea San Antonio Abad, merecedor del título habitual de Magno. Este, a cuantos se acercaban a pedirle consejo les insistía en «creer en el Señor, guardarse de todo pensamiento impuro y de los placeres de la carne, y como está escrito en los Proverbios: No os dejéis seducir por la saciedad del vientre (Cf Pr. 24,15)»[1]. Y, más largo San Atanasio nos decía del mismo Antonio:
«Muchas veces, cuando se ponía a comer con otros monjes, al recordar el alimento espiritual (Cf. 1 Co 10, 3), se excusaba y se alejaba de ellos, sintiéndose avergonzado de que otros le vieran comer. Porque su cuerpo lo necesitaba, comía solo pero muchas veces con sus hermanos. Se avergonzaba, pero sentía confianza por el beneficio que aportaba la conversación. Decía que conviene prestar más atención al alma que al cuerpo, y conceder al cuerpo poco tiempo por su necesidad, y sin embargo dedicar al alma todo el tiempo y buscar el beneficio de ésta, para que ésta no sea arrastrada por los placeres del cuerpo, sino que el cuerpo sea cada vez más esclavo suyo (Cf. 1 Co 9, 27). Estas son, en efecto, las palabras del Salvador: No os preocupéis por vuestra vida, qué comeréis, ni por vuestro cuerpo, con qué os vestiréis. No busquéis qué comer o qué beber, y no os atormentéis, pues las gentes del mundo buscan todo esto. Vuestro Padre sabe que necesitáis todas estas cosas; buscad su Reino y todo esto se os dará por añadidura (Lc 12, 22.29-31; cf. Mt 6, 31-33).» [2]
Hoy, en cambio, parece que lo que hay que predicar a los jóvenes es exactamente lo opuesto: «disfruta de la carne, santifica la discoteca, puedes entregarte a la sensualidad; los placeres son buenos». El placer ciertamente es bueno, pero el hombre tiene la concupiscencia desordenada, está marcado por el pecado original y el culto a la carne ata a la terrenalidad. La espiritualidad católica siempre ha aconsejado el desprecio de lo material, de lo mundano para adquirir lo espiritual, lo celestial. Las citas que hemos dado son suficientemente elocuentes, pero nos permitiremos añadir alguna anécdota:
A un sacerdote le encomendaron una parroquia en que había semanalmente una adoración de “hakuna” (movimiento español que basa su nombre en una frase de el Rey León de Disney), en una de estas oraciones, se puso en el confesionario mientras la multitud cantaba en su concierto y escuchaba la prédica (que muy a menudo es de uno mismos jóvenes). Algunos se acercaban a confesarse y él comentaba, atónito, que aquello de lo que se confesaban era lo mismo que se predicaba: se les animaba a ir a discotecas, a salir de copas, a disfrutar de la vida más que nadie… Y eso terminaba en pecados de la carne. Los libros de susodicho movimiento tienen títulos tales como “santos de carne” o “santos de copas”, culto a lo material que encaja con la mayoría de la demografía de estos grupos: clase bienestante que recibe un mensaje de aprobación de su apego a lo material. Vimos cosas similares en el primer artículo del blog.
No es esto un fenómeno exclusivo de esta realidad, ya por contaminación o ya por razón fundacional, otras realidades terminan de una forma u otra en errores similares, buscando la excitación de emociones, sentimientos y afectos haciendo de ellos la santidad. Moviendo la sensibilidad (carnal) a través de cancioncillas, prédicas a menudo conformistas y convirtiéndose, muy a menudo, en un bar de solteros. Un cura conocido que lleva alguno de estos grupos, sin ningún escrúpulo, llama al suyo “effetinder” reconociendo que eso es lo que la gente busca y encuentra. Así, muchos también lo que quieren es sencillamente un grupo de gente católica con quien amistar, lo cual también es bueno.
Pero el hecho de hacer amigos no es signo de la bondad de la actividad, tampoco es un éxito pastoral del método el que salgan matrimonios. El que un chico se ennovie con una chica es lo natural en un ambiente con chicos y chicas. “Del grupo Z han salido 5 novios este curso”. Pues congratular, pero no es más mérito que el de la naturaleza humana. Se ve la eficacia sobrenatural de algo viendo los frutos sobrenaturales, más difíciles de apreciar a la vista que no los naturales. Un ejemplo de esto podrían ser las vocaciones a la vida consagrada, que escasean, algo completamente normal dado que el negarse a la conyugalidad, al amor filial, a la casa, dinero… Reivindicando el amor a lo natural, aparece el olvido de lo sobrenatural.
Hemos mencionado realidades contemporáneas, pero el problema seguramente viene de más atrás, pero no pudiendo más que especular, evitaré hacerlo no siendo el foco hacer una génesis de ello (que, ciertamente, podría ser útil de cara a encarar el problema). Esto considerando la dicotomía (al menos masculina) de o bien sacerdote o bien casado como anterior a lo contemporáneo.
Respecto al presbiterado, a menudo la oferta es más que el mismo sacerdocio. La cura de almas ha adquirido formas de lo más variopinta y muchas completamente legítimas, pero en ocasiones haría tentador el sacerdocio en tanto que animador juvenil. Aquí pudiéndose disfrazar un anhelo de adolescencia perpetua juventud y actividad. Pocos entrarán sólo con esta perspectiva, pero no puede negarse que sea algo que sea contemplado la decisión de muchos: es tentador la hipótesis de recibir constante “afecto” por parte de jóvenes, de disfrutar de las actividades de pastoral juvenil en una posición central y por más años de lo esperable. Esto se manifiesta en la obsesión que hay en la formación sacerdotal contemporánea por la pastoral (que rarísima vez abarca algo que no sea la juvenil) en detrimento de la formación teológica o espiritual.
Hubo tiempos en que el clero secular existía. Hoy es algo imposible. Obviamente, el clero secular existe, pero el sacerdote diocesano de hace un siglo ya no es una realidad, el sacerdocio casi como un oficio, con una forma muy marcada, con claridad respecto a su tarea parroquial y hasta vecinal, su rol social, etc. Es algo que ya no existe. La sociedad no es ya católica, la estructura de la diócesis ha cambiado notablemente (con algunos pros pero muchos inconvenientes), la feligresía muy a menudo (si existe) tampoco es católica (podríamos preguntar a la salida de un domingo que piensan los fieles del divorcio, por ejemplo), no hay una claridad respecto a lo que debe hacer el párroco en su iglesia, no hay una sociedad sacerdotal, no hay una estructura de cuidado del clero…
En cambio, tenemos a sacerdotes a menudo solos, a menudo frustrados, sin poder realizar sus ideas pastorales, desamparados, sin un rumbo claro respecto a su misión particular, sin reconocimiento, con un clima de sospecha respecto al obispo y su círculo, cargados con tareas a menudo inútiles… Realidades que, a cualquiera, desgastarían y desgastan hasta la explosión del presbítero, que no recibe afectos, que no ve fructificar su trabajo; algunos tienen suerte y tienen una parroquia viva: les pueden mandar a un barrio bien con gente en la parroquia, pueden tener grupos de jóvenes, o de tal tipo de retiros o así; en ello, el presbítero lleva una vida “fácil”, agradable, sin riesgos.
Con todo, esa situación es solo una solución temporal, no arregla el problema de fondo, solo lo pospone, no lleva a la vivencia del celibato, da consuelos temporales. Puede, además, pasar y conllevar un golpe mayor: cuanto más alto, más dura será la caída.
Toca enfrentar lo que es el celibato y solo hay una forma de vivirlo. La situación presente de desolación espiritual exige aún más a los sacerdotes una vivencia radical de su celibato. Las inclemencias del mundo pueden golpear hoy más que nunca a los sacerdotes y retirado Cristo de la polis, las murallas de esta se abren al diablo, que busca golpear al sacerdote de manera particular.
¿Qué es esta vivencia radical? La dependencia única del célibe en la oración, vivir de Jesucristo y nada más. Fácil de escribir aquí en estas líneas. El celibato busca vivir ya como en el cielo, viviendo la esponsalidad directamente con Cristo, dependiendo de él.
El célibe no tiene esposa o hijos, no recibe de ahí el afecto, debe encontrarlo únicamente en lo sobrenatural, pues es el único que le da garantías. Es cierto que para todos debe ser así, se debe depender solo de Dios, pero el matrimonio quiere ser una ayuda en esta tierra para llegar al cielo dada la limitación humana, dada la carnalidad, la sensibilidad. Si bien uno puede perder a su cónyuge e hijos, lo ordinario es que no sea así y el matrimonio no está pensado para su fracaso (que puede abocar a un celibato involuntario).
Siendo sobrenatural el lugar del consuelo del célibe, debe este procurarse una intensísima vida de oración. El célibe, y más hoy, debería ser capaz de ser un monje, de ser un ermitaño. Un obispo no debería ordenar a un seminarista hasta que este pudiese vivir como un monje por el resto de su vida, de modo que pudiera resistir, así, los embates de la vida no necesitando nada más que lo que ya le ha sido dado: al Esposo. Si necesita de la atención de los fieles, si necesita determinada actividad pastoral, si necesita cualquier cosa caduca no está preparado para el celibato y no hay garantías de supervivencia. «Quien esté de pie, que mire de no caer»: no tener crisis no significa estar bien, tocaría a un célibe examinar constantemente donde está su corazón y trabajar para que no esté en otra cosa que su cónyuge, que es un Dios celoso.
Recientemente ha salido un artículo en determinado blog en que informaba de una casa para sacerdotes en situaciones complicadas, con depresión o similar. Decía que lo primero que hacían al llegar era decirles que no celebraran la misa diaria ni que rezaran el oficio divino. Puede que el artículo no sea exacto, pero si esto es así, en mi opinión, es lo peor que se puede hacer a un célibe: separarlo de lo único que da sentido a su vida, que es la vida sobrenatural que les entrega el más bello de todos los hombres, Jesucristo, invitando a la cena nupcial del Cordero.