Introducción
Hablábamos en los últimos mensajes acerca de la necesidad de una cultura paralela a la imperante, de formar colonias católicas sin que necesariamente estas tuviesen que significar una separación geográfica, algo a lo que yo personalmente tampoco me opondría. Al final del artículo señalaba el principal elemento que imposibilitaba el hecho: la falta de unidad en la Iglesia.
Y es que hoy uno puede ir a misa y encontrarse predicando a un cura que dice que Jesús no hizo milagros, que son meras parábolas. Y no pasa nada. Puede ir a una parroquia donde saben todos que tal cura vive con su mujer. Y no pasa nada. Puede otro rebuscar en diócesis enteras sin encontrar un sacerdote que le de la comunión en la boca. Y no pasa nada. En cambio, sí se puede ver como por el otro lado, en general la manga no es tan ancha.
Pese a las tentaciones que me surgen, no centraré el tema en lo que podría seguirse del anterior punto, que querrá ser meramente constitutivo. Son algunos ejemplos cotidianos de falta de fe católica en muchos presbíteros y de tolerancia general del episcopado; ejemplos cotidianos que se podrían añadir de otros de mayor envergadura yendo a hablar de obispos, cardenales y demases, pero no es este el propósito del artículo. Se quiere constatar que el panorama está desolado, por más que haya pequeños brotes, el conjunto es de gran devastación.
Y no hablamos, de nuevo, de la devastación en sí misma, que es la que debe movernos a desear y pedir las vivificantes aguas del Espíritu Santo. Si no de qué se puede hacer para preparar canales para la gracia, que se nos da como se ha dado siempre en los sacramentos (pudiendo Dios y pidiéndole nosotros, además, extraordinarias gracias particulares). Tenemos el clero dividido incluso entre los “buenos”. Sin pretensión de considerarlas categorías estancas, podemos reconocer clero tradiloco, clero tradicional, clero ecléctico, clero neocón, clero carismático y, luego, varias degradaciones más en la abismal escalera del progresismo, teniendo ahí muchos sacerdotes manifiestamente heréticos (y hasta alguno agnóstico).
Supongo que siempre habrá habido más o menos tendencias distintas dentro de la Iglesia, pero sí que creo que nunca tan acentuadas como en la modernidad: una Iglesia a contracorriente del mundo genera estas tensiones. Entiéndase bien mundo, pues en cierto sentido el mundo es siempre enemigo de la fe, hablamos aquí del derrumbamiento de la Cristiandad y, progresivamente, de lo que esta había construido.
Si bien hay algo cierto, que es que, como muchos señalan, la solución a parte del problema vendrá dada por la biología, y pienso con ello en la muerte y esta natural (conviene refrenar tentaciones de otras formas de la misma), no deja de ser cierto que el problema muchos mueren matando. Que dentro de 20 años el peor progresismo haya descendido en un 60% no quita que durante estos 20 años seguirán dañando y estropeando a gran parte del neoconismo y llevando a otros a la reacción tradiloca.
El tema es: hay un trabajo urgente por hacer y es imposible realizarlo. Dos curas más o menos buenos en una misma parroquia tienen líneas de trabajo distintas y a menudo contradictorias. Si no hay unidad en la fe, no puede haberla en la pastoral y hace, además, algo más que el compartir la fe: hay toda una lista de temas prudenciales donde parece gobernar la irracionalidad. No porque las elecciones de muchos sean irracionales (que también) sino porque, en el mejor de los casos, se opera desde un paradigma liberal que, escondiéndose bajo el sacrosanto vocablo de “carisma”, protege todo como opción legítima: montamos una adoración con luces de discoteca, un foco pegado a la custodia y pegamos berridos mientras de fondo tocan el cajón gitano y la guitarra eléctrica, ese es nuestro carisma (y aquí hablo de algo tristemente “neocon”, no progresista); en esta misma lógica, el que quiere introducir gregoriano (de acuerdo a Sacrosantum Concilium 6 o a la Instrucción General del Misal Romano en su punto 41) se verá como un capricho irracional. ¿Irracional en qué sentido? En que son carismas distintos y que no hay razón alguna para alabar uno o criticar el otro, cada uno es distinto y todo igualmente legítimo, irracional, pues, en tanto que no pueden aducirse razones de ninguna clase. Y he hablado hace un rato de que esto sería el mejor de los casos, pues a menudo quien proponga lo segundo será mirado con desdén, pues al final sí hay un criterio con el que muchos quieren juzgar, que es un selectivo supuesto éxito pastoral (con exitosos pescadores en pecera o majaretas en perpetua adolescencia).
Divagaciones utópicas
Habiéndome extendido demasiado en lo anterior, volvemos al tema que atañe. Hablando con algún sacerdote amigo él planteaba de la necesidad de un lugar estable en el que realizar la labor pastoral en un santuario con sacerdotes de su misma cuerda, estando abocado el trabajo conjunto con sacerdotes de distinto pelaje a un gasto inútil de fuerzas por ambas partes, además de la inestabilidad que supone el actual sistema de nombramientos episcopales, donde en cualquier momento y sin ninguna razón un sacerdote puede ser trasladado de una parroquia a otra.
Concuerdo en la conveniencia de ello: si desde una diócesis quieren montarse equipos de sacerdotes, algo primordial es que se los agrupe de acuerdo a las sensibilidades de los mismos, si realmente la diócesis tiene interés en el bien de sus sacerdotes y de las almas.
Con todo, la necesidad de comunidad eclesial creo que, en el marco utópico que se pretende desarrollar un poco, dista mucho de lo que planteaba el sacerdote, sin ser una crítica, creo que él convendría en que se trata de un remedio de tipo práctico ante la presente situación y quizá también en lo que quiero plantear como utópico.
Hablábamos en el artículo Trento, cultura y Marsella de la imperiosa necesidad de crear cultura cristiana, comunidad católica, que se reconozca como pueblo de Dios en medio de un pueblo de gentiles, que se apoye entre ellos, que el trato de unos con otros sea de familia, de predilección, que la Iglesia sea su hogar… Y eso debería darse, no ya en una parroquia, sino en la diócesis, en el que todo fiel debería verse insertado, miembro de la misma.
Hace no tanto la sociedad entera era esta comunidad católica, no siéndolo ya, ha desaparecido con ella la comunidad católica, refugiándose, por incomparecencia, en movimientos eclesiales, a menudos marcados por un exclusivismo lejano a lo que debería ser propio de los cristianos, algo en gran medida ligado a la noción de “carisma”.
En la actualidad, el obispo no tiene un rol significativo en la vida de la mayoría de cristianos, al menos en nuestra realidad más cercana. Si un fiel laico lee hoy, por ejemplo, las epístolas de San Ignacio de Antioquía, gran parte de las mismas le resultarán superfluas, ¿por qué habla tanto del obispo si este no pinta nada en mi vida? Aunque quisiera uno aplicarse lo que enseñan las cartas, no tendría ningún lugar en que hacerlo.
«¡Han cambiado los tiempos!» No tanto. La situación actual no dista tanto de la de los siglos previos al Edicto de Milán, el cristianismo, al menos vivido con una mínima seriedad. El cristianismo hoy es algo marginal, sin fuerza social, lo propio parece fortalecerlo y, al menos en la ciudad, no parece difícil realizar lo propio: unir a los fieles en torno a la imagen de Cristo en la diócesis: el obispo.
La iglesia es una y la comunión visible de la misma se realiza a través de la jerarquía, a través del obispo, comparado a veces con el mismo Dios Padre (por san Ignacio). Ha desaparecido su figura del imaginario colectivo, entendiendo el sacerdocio diocesano como lo fundamental y el obispo casi relegado a una mera gestión del clero del lugar. Asimismo, el sacerdote a menudo se concibe actualmente como dispensador de sacramentos sin referencia a la comunión de la Iglesia y la “comunidad” la refieren a menudo a la propia parroquia.
En la antigüedad, en cambio, si algo costaba de entender, más que el episcopado (como sucede hoy) era el presbiterado. De hecho, vemos a menudo en martirios o en epístolas como las referidas dar más importancia al diaconado que al presbiterado. No pretendemos aquí negar la diferencia sacramental ni superioridad del presbiterado, pero sí considerar algunos elementos olvidados.
El diácono era el ayudante directo del obispo y, teóricamente, aún lo es hoy. Se pone directamente a su servicio para realizar distintas tareas que escapan de las posibilidades reales del obispo, en cierto modo, estos constituían la “curia” episcopal y estaban a su lado con frecuencia. No es raro, pues, ver martirios de obispos con sus diáconos (en nuestras tierras, vemos a San Fructuoso con los santos Augurio y Eulogio), o estos con especiales tareas (San Lorenzo, por ejemplo), así como diáconos sucediendo al obispo al que servían (por ejemplo, San Atanasio).
Hoy, en cambio, vemos que los diáconos permanentes son en el mejor caso varones cercanos a la edad de jubilación que quieren servir a la Iglesia, sobre los peores casos, creo mejor reservar el propio juicio. Así, su servicio en la mayoría de casos se limita a ser un mero “monaguillo” en la propia parroquia al que de vez en cuando se le deja predicar.
Si los diáconos eran los más próximos al obispo, tenemos por otro lado a los presbíteros, cuya tarea principal consistía en llevar los sacramentos a los lugares en que el obispo no podía llegar: afueras de la ciudad, pueblos cercanos, etc. De nuevo, hoy lo que vemos es que a menudo se manda a los diáconos a hacer “ceremonias de la palabra” a los lugares en que no llegan los presbíteros. Son entendidos, por lo general, como “subcuras” y los curas son a menudo tratados como diáconos (dándoles cargos como secretario del obispo, encargado de liturgia, etc.) dada la escasa formación de los diáconos.
A dónde quiero llegar con esto es a la centralidad del obispo en la diócesis: los diáconos sirviendo en torno al obispo y los presbíteros llegando al resto. Signo de esta unidad es el gesto de la conmixtión en la liturgia eucarística: un fragmento de la Hostia consagrada se echa en el cáliz con la Sangre de Cristo. Este fragmento era signo de comunión con el obispo y se entregaba a los sacerdotes que, dada su tarea pastoral, no podían asistir a la misa dominical con el obispo, comulgando ellos del mismo pan con el que lo hacían en la catedral y significando, así la unión de aquella liturgia parroquial con la catedralicia.
Uno puede decir que la unidad entre los cristianos de un lugar puede realizarse al márgen de estos arqueologismos, quizá tengan razón. Con todo, tenemos algo que funcionó y que, además, es coherente con nuestra teología. ¿Por qué desecharlo? «No parece tener particular sentido práctico», pero el sentido práctico no es el de debe imperar, el simbólico juega un papel enorme en la vida de los hombres y, además, en lo sacramental el signo realiza realmente lo significado.
No vengo con una fórmula mágica ni pretendo una revolución que no se dará, además de hablar de algo utópico (por ello la introducción inicial). Sí algunas notas de pensamientos en torno a esto.
Lo primero, es que el mismo obispo y su clero se lo crea, que el obispo esté formado y ejerza el magisterio ordinario como le corresponde. Con obispos políticos o gestores es algo complicado. Uno de los más grandes problemas de la actualidad es que la mayoría de obispos no tienen ni idea de aquello que son, creo este uno de los problemas más graves, estropeando su misión.
Dicho lo cual, ejerciendo el obispo como lo que es, conviene hacer ver a los fieles la idea de la misa solemne de la catedral (con el obispo, por supuesto) el lugar más importante: «la misa dominical es lo más importante de la semana», sí, y añadir «la misa dominical del obispo es lo más importante de la semana»; en las misas parroquiales hacer referencia al magisterio del obispo e invitar a ir a la celebraciones importantes diocesanas. Quizá todavía somos demasiados para concentrar a todos los fieles de la ciudad en la catedral, pero también sería algo que se podría intentar (y, si hace falta, se regalan caramelos a los niños al final de la liturgia para alegrarles un poco); obviamente habría que quemar los bancos.
En esta línea, también evitar pisotear a la catedral en sus actos. Pienso, por ejemplo, en la fiesta de Corpus Christi, por compromisos, estos dos últimos años he tenido que ir a la procesión de una parroquia por la tarde imposibilitando ir a la de la catedral, viendo como una sencillísima solución a este problema que desde el obispado de obligase a las parroquias a hacerla el domingo por la mañana para juntarse el mayor número posible de fieles en la procesión de la tarde con el obispo.
Uno lee en ocasiones sermones de Padres de la Iglesia y piensa cosas como: ¿el Crisóstomo hacía homilías de 30 minutos sobre cuatro versículos de la epístola a los Hebreos? Quizá me equivoco, pero tengo entendido que no era así. Por la mañana tenía lugar la liturgia catedralicia y, por las tardes, una catequesis del obispo, que es donde encajan esas largas homilías de textos específicos de los Padres. Así, quiero recuperar el testimonio de algo que hacía el venerable Shenouda III, patriarca de los coptos (cismáticos miafisitas), que era todos los domingos por la tarde hacer eso mismo: una catequesis para sus fieles, que consistía en un primer sermón y luego los laicos podían hacerle preguntas. Creo que este es un recurso muy fácil y, si bien es verdad que en la Constantinopla de San Juan Crisóstomo no tenían Netflix o las películas del oeste en la televisión, creo que no es algo tan descabellado de implementar. Estas catequesis, además, podrían terminar con el rezo de vísperas y unirse al culto catedralicio, si no se ha podido directamente en la misa, al menos en la oración del Oficio.
En definitiva, dejar bien claro en la mente del fiel que la fuente de donde nace toda la vida de la Iglesia es la catedral con su obispo. Algo que puede hacerse de mil maneras distintas atendiendo a las necesidades de cada lugar.
«¡No quiero complicarme la vida, no quiero unirme al obispo, los findes me voy a esquiar y voy a misa cuando vuelvo el domingo a las 20:30 con el padre Speedy Gonzales!». De acuerdo, ¿qué es para ud. lo más importante que sucede el domingo? Sus hijos aprenderán sin duda a esquiar, pero no a unirse a la Iglesia Católica en su culto a Dios.
Artículo interesante. No me parecería mal que el obispo tomara un papel más ad intra, y menos de relaciones públicas de la iglesia diocesana.
ResponderEliminarDe todos modos, yo creo que estamos en transición. Esta unión frecuente de toda la comunidad diocesana entorno al obispo hubiera sido impensable hasta hace unas décadas, pero ahora va pareciendo más posible. Supongo que en diócesis grandes esto será aún muy difícil, pero con el tiempo puede que se vaya volviendo más habitual.
A fin de cuentas, cuando los católicos sean una pequeña mayoría, o se reagrupan y hacen más piña o estarán condenados a desaparecer. Espero que podamos recrear esta idea de comunidad de primeros cristianos unidos entorno a sus pastores.
Para eso, sin embargo, harán falta santos pastores, habrá que rezar para ello.