Ahora vemos como en un espejo, confusamente; entonces veremos cara a cara. Mi conocer es ahora limitado; entonces conoceré como he sido conocido por Dios.
(1 Co 13, 12)
Recientemente hemos visto noticias de mujeres recibiendo el lectorado en la catedral de Toledo de manos del arzobispo primado, don Francisco Cerro Chaves. Más allá de lo que ha terminado llevando a esto y de los errores que creo que hay, mi pregunta es: ¿por qué gente buena es incapaz de entender lo simbólico, por qué es incapaz de entender la liturgia, por qué es incapaz de entender la naturaleza humana?
Podemos encontrar gente de perfecta doctrina pero indiferente a la liturgia, pienso en muchos perfiles “neocones”, algunos a quienes incluso puedo admirar en su teologizar o filosofar, pero que parece que han olvidado la íntima relación entre lex orandi, lex credendi, lex vivendi, no tanto por negarlo, sino por aislar la lex orandi del resto de la vivencia humana. Así, mientras una cosa no sea intrínsecamente mala y no sea ilegal, no hay problema en hacerla, ya sea esto admitir a mujeres como lectoras o el consentir que tres chicos y cuatro chicas estén de cháchara en el presbiterio mientras, apoyados en el altar, ponen lucecitas para la oración de Effetá.
Criticábamos en el primer artículo del blog múltiples elementos de la devotio moderna y del jesuitismo; quizás es hora de focalizar en algún tema ya referido (el más criticado en su momento fue el de fijar unas normas preestablecidas que impiden el desarrollo y crecimiento del fiel).
La vida espiritual de un cristiano tiene como lugar principal la celebración eucarística, así que, como veremos, van de la mano la destrucción de su cosmovisión con la destrucción de su piedad litúrgica. No afirmaremos ni negaremos aquí relación causal de una con otra, aunque probablemente ambas se retroalimenten.
Primero es necesario entender qué es el hombre: ciertamente es un animal racional, pero esta racionalidad no es angélica, no es puramente espiritual o intelectual, es una racionalidad en la carne y con ella misma por mediadora, una racionalidad sensible, que abstrae a través de la realidad sentida todo conocimiento y así, en último término, descubre cómo es Dios, que crea plasmándose en sus creaturas, las cuales reciben de Él el ser. Asimismo, todo es creado para los hombres: «Le diste el señorío sobre las obras de tus manos, todo lo has puesto debajo de sus pies. Las ovejas, los bueyes, todo juntamente, y todas las bestias del campo; las aves del cielo, los peces del mar, todo cuanto corre por los senderos del mar» (Ps 8). La clave, pues, de lectura de la realidad es la realidad misma en tanto que ordenada a nosotros, ordenada a nuestra salvación, siendo la creación en sí misma una suerte de primera revelación: «¡Cuántas son tus obras, oh Yahvé! ¡Todas las hiciste con sabiduría! Está llena la tierra de tu riqueza: éste es el mar, grande, inmenso; allí reptiles sin número, pequeños y grandes, allí las naves se pasean, y ese Leviatán que hiciste para juguete tuyo» (Ps 104). La Sabiduría de Dios ha moldeado la creación y esta nos habla de Él. Las estrellas no son ya solo bolas de fuego, sino que: «Los cielos pregonan la gloria de Dios, y el firmamento anuncia la obra de sus manos» (Ps 19, 8).
Así, nuestra mirada a la realidad tiene que distar mucho de la positivista o materialista, una escena que viene a mi cabeza es el siguiente diálogo de Las Crónicas de Narnia:
—En nuestro mundo —dijo Eustace—, una estrella es una inmensa bola de gas incandescente.
—Incluso en tu mundo, hijo mío, las estrellas no son eso, sino que eso es de lo que están hechas.
(Las Crónicas de Narnia, La Travesía del Viajero del Alba, c. XIV)
Pero dejémonos de rodeos, una vez aclarado esto, vayamos a la raíz del problema: el jesuitismo, el barroquismo, la devotio moderna, el positivismo, el racionalismo, el espiritualismo; hay algo común a todos estos términos y que intentaremos desgranar un poco.
Con la Compañía de Jesús aparece una orden religiosa sin coro, con una finalidad eminentemente práctica, enfocada en la prédica y en la actividad apostólica, buscando que la gente conozca su fe, conocimiento eminentemente teórico: una voluntad de hacer entender, de llenar la razón de datos, de que la gente esté informada. Así, por ejemplo, en materia litúrgica, interesará que la gente conozca qué simboliza cada cosa, que conozca el valor de la redención… Todo en términos teóricos, racionales, “espirituales”. No interesa tanto que estos sean vividos en la oración, ni que la oración sea lugar de contemplación y participación de los misterios (esto sería matizable, pues San Ignacio buscaría en los EEEE la contemplación de los Misterios de la vida de Cristo; no hablamos tanto de Ignacio en si mismo sino del espíritu post-tridentino).
Así, hablando con un tío mío presbítero acerca de la liturgia (dicho sea que en las suyas sufro bastante a menudo), él decía que hacía lo que podía ante su público, pero que no tenían formación, que eran incapaces de entender más, que lo que hacía falta era catequesis, charlas de formación, etc. Mi tesis era radicalmente la contraria: estas charlas resultarán estériles si no se acompañan de una tierra buena en que puedan fructificar, de un humus del que nutrirse y crecer.
Con otro sacerdote amigo, al hilo de la lectura común de John Senior y hablando del tomismo y de la crisis sacerdotal post-conciliar, constatábamos el hecho de que la mayoría de los que lo dejaban habían recibido una buena formación (al menos, ortodoxa), pero que sufrieron igualmente los efectos devastadores del post-concilio. Muchísimos dejando el ministerio, otros volviéndose indiferentes en el mejor de los casos o radicalmente progresistas en el peor y una minoría pequeña permaneció fiel al evangelio. Él lo atribuía a que dicha formación había quedado en un plano teórico, “ideológico”, pero no se había conseguido crear una cultura cristiana en la que arraigase, que no se había conseguido una formación integral del sujeto y que, en el caos post-conciliar, el débil edificio construido colapsó desde sus fundamentos.
Wanderer, en su blog (no apto para todos los públicos) contaba en su artículo “¡Es la belleza, estúpido!” la siguiente anécdota: «Es muy significativa la anécdota que relata un jesuita viajero en Rusia. Hablando con un batjushka, le explicaba que lo importante de ser cristianos es la conversión de los pecadores, la confesión, la enseñanza del catecismo, la oración. Agregaríamos nosotros el grupo parroquial, las marchas próvidas, los campamentos y muchas otras “manijas”. Y, en todas estas actividades, la liturgia juega sólo un papel secundario. El anciano maestro ruso le respondió: “Entre ustedes se trata solamente de una cosa secundaria. Pero entre nosotros no es así. La liturgia es nuestra oración común, introduce a nuestros fieles en el misterio de Cristo mejor que todo vuestro catecismo. Hace pasar delante de nuestros ojos toda la vida de Cristo… Para entender el misterio de Cristo resucitado, ni vuestros libros, ni vuestras predicaciones son de ayuda alguna. Para esto es necesario haber vivido con la iglesia bizantina la Noche Gozosa (la Pascua)”».
Es, pues, primordial recuperar la visión que hemos perdido los cristianos, una visión sacramental de toda la realidad y, especialmente, en la liturgia. Discutían unos amigos acerca de la necesidad por parte de tomistas de la lectura de novelas para no encerrarse en esta mentalidad “racionalista”; concedería que, dadas las circunstancias actuales, pueda ser necesario, pero la realidad es que Santo Tomás no necesitaba entretenerse con novelas ni tampoco muchos otros santos, por una sencilla razón: para ellos la realidad era ya leída poéticamente, mientras que nosotros hemos perdido la mirada cristiana de la realidad; donde nosotros afirmamos ver gigantes bolas de fuego incandescence ellos reconocían un firmamento que pregonaba la gloria de Dios, que anunciaba a los hombres el Verbo según el cual todo ha sido modelado.
Nuestra aproximación a la naturaleza debe ser más frecuente y mejor hecha (pueden valernos herramientas como el escultismo, por ejemplo) para liberarnos de una visión técnica, el cultivo de la poesía y toda otra realidad artística debe ser alimentada (las posibilidades son infinitas) y en especial nos toca el trabajo por un culto digno ante la presente devastación.
La Misa ha sido encerrada, en el mejor de los casos, a un acto de devoción privada para una íntima unión con Jesucristo a través de la comunión sacramental (casi reducida a mera ceremonia de transubstanciación) y, en el peor de los casos, a un encuentro social. Ambas tienen su parte verdadera, pero no se excluyen ni estas dos agotan lo que es la Eucaristía ni la Liturgia.
Centramos la atención en la Eucaristía al ser el acto litúrgico más fundamental y con mayor asistencia, aunque mucho de lo que se dirá sea aplicable al resto de celebraciones (horas canónicas u otros sacramentos y sacramentales).
La celebración de la misa diaria llevará consigo una privatización de la misma celebración en la que se verá como un apoyo a la devoción del celebrante o asistente. Parece que en general aparece en ámbito monástico y, en sí mismo, no es algo malo, pero sí que terminará implicando una Misa no cantada, algo que se acentuará con la referida supresión del coro en la vida consagrada (llevando a un rezo de las horas también sin canto) y que, conjuntado con la devotio moderna que pone el foco en lo individual, hará que los fieles se acerquen a estas liturgias sin apreciar diferencia respecto a una celebración “como Dios manda”.
La mentalidad racionalista será incapaz de ver lo que se perdía; a fin de cuentas, dirían, el valor de una misa es el mismo en virtud del sacrificio de Cristo y no de los elementos externos, que son reducidos a un mero auxilio para el fiel, olvidando que la Eucaristía nos fue dada por Cristo para el auxilio del fiel.
A esto, se une la reducción de lo que es la Eucaristía. Ciertamente es el Santo Sacrificio del Calvario actualizado incruentamente, pero excede de nuevo esta realidad: es participación de la liturgia celestial, es celebración de la Resurrección de Cristo, banquete de comunión, es lugar de constitución de la Iglesia… La reducción a un solo aspecto, de nuevo, puede desdibujar la vivencia espiritual de la misma y encerrar al fiel en una compunción típicamente barroca, ¿cómo intercambiar un signo de paz si estamos ante el calvario? (no discuto aquí sobre el modo en que deba realizarse el ósculo, que ciertamente en la antigua forma del rito romano era bien distinta cuando se daba). La divina liturgia bizantina termina con un alegre canto (no he encontrado la versión que más me gusta, pero sí otras: v.1, v.2, v.3, v.4) bendiciendo tres veces el nombre del Señor, algo “impensable” en las visiones reduccionistas de la liturgia latina.
Así, la liturgia dominical debería invadir completamente nuestros sentidos: el oído con el canto litúrgico, uniéndose a los cantos comunes y escuchando los propios (o cantándolo también en el coro); la vista con los ornamentos, movimientos de los ministros en el presbiterio y el ambón (y procesionando si es conveniente), con sus distintos signos y además de con las imágenes de la iglesia y su luz; el olfato con el incienso; el tacto en ritos como la aspersión, algún otro sacramental o besando y tocando las imágenes; el gusto en la comunión…
Hoy parecería que lo importante es dar formación al fiel para capacitarle a entender en la liturgia algo que no se entiende, como si la liturgia fuera algo a lo que hay que añadir todo el conocimiento adquirido fuera de la liturgia para dar sentido a esta. El problema es que se ha dejado de hacer comunicativa, se ha perdido, en el arte de celebrar, toda noción de sagrado, de mediación, visión cósmica, de actualización de la completa obra de la salvación (no un mero bautismo donde en virtud de la cruz y resurrección se perdonan los pecados para una nueva vida, sino que aquí se vive en la mayor plenitud posible en la tierra este cielo abierto del que se participa). Se ha dejado de creer en el símbolo y su expresividad: dice muchísimo más procesionar el Evangelio e incensarlo bien que no dar cuatro charlas sobre el Nuevo Testamento; más vale incensar a los laicos en el ofertorio o en el Magníficat que no darles charlas sobre el sacerdocio universal de los fieles. En cambio, si una liturgia empieza con el sacerdote saliendo por la puerta trasera del presbiterio saludando tras persignarse con un “buenos días hermanos”, más nos vale ponernos a proyectar toda la teoría litúrgica que tengamos, porque solo tendremos ahí lo mínimo esencial (invisible a los ojos) que es la validez sacramental (en que, por supuesto, Dios puede obrar maravillas).
En mi opinión, ciertamente la misa diaria podría dejarse, a nivel práctico, como algo más “devocional”, no teniendo la carga congregatoria que tiene el domingo; pero cuando uno ve liturgias dominicales de treinta minutos o a última hora de la jornada, a uno no puede sino caérsele el alma a los pies: la Eucaristía dominical está llamada a informar no ya sólo aquel día por completo (haciendo de él la actividad principal, cosa que con menos de una hora difícilmente se logrará), sino de semana entera. Esto se logrará implicando al hombre en su completud y no ignorando su realidad; no basta que “no esté prohibido” o “no sea intrínsecamente malo”, hay que buscar hacer lo mejor, pues nos va la vida en este tema. Con una mala liturgia, habrá una mala comprensión de lo divino, de la Trinidad, de Cristo, de la salvación y del hombre; de la mala comprensión de ello habrá una mala vivencia de los misterios y, en consecuencia, de la vida cristiana entera.
Hay unos cuantos puntos interesantes en el artículo. Concuerdo en que las formas litúrgicas se han vuelto bastante cutres, y que ciertamente suelen ser menos de lo que parecería necesario, sobretodo los domingos.
ResponderEliminarSin embargo, creo que la causa de esto está precisamente en una concepción equivocada de la liturgia, primero por parte de los sacerdotes, pero que se ha extendido a los fieles.
Aunque los sacerdotes quisieran celebrar las misas con más dignidad, la verdad es qu los fieles sol les parcería más largo o más aburrido, y se buscarían otra misa, cuanto más corta mejor.
Vamos, que hace falta una buena catequesis litúrgica, para que se entienda por qué se debieran hacer todas estas cosas que no se hacen. Para esto, aunque la catequesis "práctica" del ars celebrandi sea importante, de nada va a servir sin una formación doctrinal (y, si se quiere, racional) adecuada.
Más que una catequesis litúrgica importante, una educación estética o simbólica integral. La gente tiene sensibilidad para reconocer lo sacro, lo ungido, para percibir el misterio, la reverencia... Pienso en la anécdota de una brasileña que, llegando a su nueva ciudad, empezó a ir a una parroquia greco-católica sin entender una palabra descubriendo algo que le atraía. Otra anécdota podría ser la de los emisarios de Vladimiro de Kiev en Constantinopla, reconociendo en su liturgia de Santa Sofía el cielo en la tierra y, en ello, la religión verdadera. Ellos tenían una visión que debemos cultivar.
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